14/12/2005

7.000 metros: allí no hay quien viva

Suelen preguntarme con frecuencia por mi experiencia más dura: los maratones, El Everest, el Dakar... No tengo duda: la vida en altura ha sido la situación más exigente a la que me he tenido que enfrentar tanto física como psicológicamente. La falta de oxígeno por la altitud condiciona el estado del cuerpo y de la mente. Es lo que nos espera en el Aconcagua y ni siquiera el hecho de haber pasado por ello es una garantía. El mal de altura puede atacar al mismísimo Juanito Oiarzabal.

Así se manifiesta

Es difícil concretar por qué se pasa tan mal allá arriba. A los tres mil metros, ya no se respira igual y se camina más despacio. A los cuatro mil, empieza el dolor de cabeza. A los cinco mil, el dolor de ‘tarro’ puede llegar a ser tan insoportable que te impide dormir. La vida cotidiana se complica: inapetencia, insomnio, sequedad de las vías respiratorias, tono vital bajo, irritabilidad alta... El vaho de la respiración nocturna se congela y se queda pegado al techo de la tienda. Por la mañana, cuando pega el sol, se descongela y te caen gotas heladas en la cara. Salir del saco para vestirse es un suplicio por el frío, cualquier maniobra cotidiana, lavarse y demás, es un engorro. El clima condiciona enormemente el ánimo, mucho más de lo que cualquiera pueda imaginar. Sol es alegría. Nubes, nieve y viento, depresión.

Ni dar tres pasos

Eso nos ocurrirá en el campo base, a 4.200 metros, y alrededores. El día de ataque a cumbre, todo dependerá del grado de aclimatación de cada uno. En mi experiencia en el collado norte del Everest, a 7.000 metros, perfectamente aclimatado, recuerdo mi incapacidad para andar: "¡Venga! ¡Da tres pasos!" me gritaba Juanito. Y yo daba... dos. Pero llegué.