Al frío helador de las nueve de la noche. A la leche en polvo. A los juramentos
de Oiarzabal. A la electricidad de Chema Martínez. Al olor insoportable de la
ropa sucia dentro de la tienda. A la obsesión por cargar la batería del teléfono.
A llevar dos relojes, uno con la hora de aquí y otro con la hora de España.
Al visto y no visto de Gervasio Deferr: ahora está, ahora no.
A las confidencias de vestuario de Amavisca. A las curas diarias en las amputaciones
de Juanito. A la hilera de escaladores subiendo a Nido de Cóndores. A las ráfagas
de viento que querían arrancar la tienda. A la tos del compañero en la tienda
de al lado. A las cocacolas calientes del mediodía. A lavarse la cara con agua
helada. A la crema de dientes congelada. A la tibieza de unos calcetines secos
después de bajar del campo dos. A la almohada hecha con la chaqueta de plumas.
A la presencia constante de Cerro Bonete, Cerro Catedral y Cerro Cuerno. Al
jadear de los porteadores. A echar las cuentas en pesos, en dólares y en euros.
A apagar la linterna frontal y meter la cabeza dentro del saco. A mirar la cumbre
nada más salir de la tienda, cada día. A las barritas energéticas. A las gominolas
de Bea y las aspirinas del doctor. A la cara de sueño de Martín Fiz a las ocho
de la tarde. A los chistes malos de después de cenar. En definitiva, adiós al
Aconcagua.