27/01/2006

Adiós al Aconcagua

Al frío helador de las nueve de la noche. A la leche en polvo. A los juramentos de Oiarzabal. A la electricidad de Chema Martínez. Al olor insoportable de la ropa sucia dentro de la tienda. A la obsesión por cargar la batería del teléfono. A llevar dos relojes, uno con la hora de aquí y otro con la hora de España. Al visto y no visto de Gervasio Deferr: ahora está, ahora no.

A las confidencias de vestuario de Amavisca. A las curas diarias en las amputaciones de Juanito. A la hilera de escaladores subiendo a Nido de Cóndores. A las ráfagas de viento que querían arrancar la tienda. A la tos del compañero en la tienda de al lado. A las cocacolas calientes del mediodía. A lavarse la cara con agua helada. A la crema de dientes congelada. A la tibieza de unos calcetines secos después de bajar del campo dos. A la almohada hecha con la chaqueta de plumas. A la presencia constante de Cerro Bonete, Cerro Catedral y Cerro Cuerno. Al jadear de los porteadores. A echar las cuentas en pesos, en dólares y en euros. A apagar la linterna frontal y meter la cabeza dentro del saco. A mirar la cumbre nada más salir de la tienda, cada día. A las barritas energéticas. A las gominolas de Bea y las aspirinas del doctor. A la cara de sueño de Martín Fiz a las ocho de la tarde. A los chistes malos de después de cenar. En definitiva, adiós al Aconcagua.