Un dios con rizos y sabor a piriñaca
POR
JOSE MANUEL GARCIA
Fue en noviembre de 1987, yo venía de Madrid y Cádiz me
recibió con un trozo de sol de verano. Era lunes y Mágico
llegó a la cita una hora y diez minutos tarde. Camiseta
celeste 'massana', pantalón de tenis, chanclas 'adidas',
cientos de rizos sobre la cabellera y una extraña sonrisa
entre perezosa y burlona. "¿Qué tal, Mágico?", fue mi saludo
y él me respondió con un rotundo "Ya ves, aquí". Me asestó
el primer regate y yo me levanté del suelo.
Seguimos caminando, Mágico, el sol y yo, inhalando Cádiz
y pisando la gloria, al menos así me sentía yo: El 'Mago'
tenía que hacer sus paradas para contarle al transeúnte
aquella finta que rompió en dos a Migueli, acariciar a los
niños que salían del colegio, saludar al conductor del autobús
que hacía sonar el claxon y añadía un poco más de caos a
la circulación gaditana. A nadie importaba: por allí pasaba
el rey de Cádiz, dios con rizos y sabor a piriñaca.
Todos le querían, ricos y pobres, sobre todo los últimos.
Me lo contó un antiguo compañero suyo: "Un día, antes del
entrenamiento, esperaba en la puerta del estadio a un pariente
porque me tenía que dar un recado, cuando vi al Mago bajar
las escalerillas en dirección a las puertas. Iba descalzo.
Yo le bromeé y le dije: Mago, te quedaste dormido y se te
olvidaron las zapatillas". El me dijo que no: "Se la di
al gitanillo aquel, que tiene mi mismo número y una cara
de mucha hambre. Yo le pediré otras a Rovira". Esto es verídico,
y así era Jorge González.
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