El
tiempo pasa rápido, muy rápido, pero hay cosas
que nunca se olvidan y una de ellas es ese 19 de julio en
que me vestí por primera vez de amarillo en el Tour
de Francia. Fue el día más emocionante y más
bonito de mi carrera, sobre todo por lo inesperado. Muchos
me preguntan si yo me veía alguna vez de líder
y la verdad es que no. Una cosa es la ilusión que uno
puede tener, como cualquier ciclista la tendrá, pero
otra muy distinta conseguir algo tan difícil como eso.
Aquel día yo no tenía
una táctica predeterminada ni idea preconcebida de
atacar. Simplemente tenía como objetivo intentar aguantar
entre los primeros en una etapa de montaña tan dura
como ésa, en la que se subía el Tourmalet. Y
fue precisamente en el Tourmalet donde decidí atacar,
aunque bajando, porque si llega a ser subiendo igual me lo
pienso más. Lemond, que era el gran favorito ese año,
había atacado subiendo y habíamos visto todos
que no iba bien, así que se había liado una
buena. Al coronar con los de cabeza, vi que hubo un momento
de indecisión y decidí atacar.
En ese momento no pensaba en
nada, pero cuando ya me cogió Chiappucci, me empezó
a dar referencias Echávarri y empecé a ver que
el amarillo estaba al alcance. Lo que pasa es que Val Louron
es una subida tan dura que hasta que no me vi arriba no quise
ni pensar en vestirme de líder.
La sensación de emoción
al subir al podio fue increíble y nunca la olvidaré.
Primero por lo inesperado y, segundo, porque lo conseguí
en una etapa de montaña. Por si fuera poco, era la
primera vez que me subía al podio del Tour para ponerme
un maillot, aunque había ganado etapas, con lo que
fue una satisfacción inmensa. Ese día me marcó,
marcó mi carrera y marcó mi vida. Desde entonces
cambió mi relación con el Tour, que pasó
a ser mi objetivo principal.
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