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El Reto MARCA - Aconcagua'06

El diario de Roberto Palomar

Adiós al Aconcagua

Nos hemos largado. Ya no estamos en el campo base del Aconcagua. Adiós al saco gordo de la cremallera estropeada. A orinar a favor de viento para no ponerse perdido. A las galletas, duras como piedras, del desayuno. A las piernas cansadas. A la respiración agitada. A la pulcritud de Theresa Zabell. A los silencios de Escartín. ...

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La experiencia de Juanito Oiarzabal

“Incluso pensamos en darnos la vuelta”

Allá en la base de la Canaleta, aún a más de 6.000 metros, antes de exponerse de nuevo al azote de un viento terrorífico, las palabras de Juanito Oiarzabal eran agónicas. Su voz de serrucho viró a la de un tipo que se ahoga. Entre estertores, el montañero relató por la radio lo que estaba pasando: “No he podido contactar desde la cumbre porque hacía un frío terrible.

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La crÓnica

una noche a 5.380 metros de altitud

18/01/2006

La primera noche bajo mínimos

Roberto Palomar

Los expedicionarios del Reto Marca Aconcagua 2006 han pasado su primera experiencia a gran altitud. Una noche en Nido de Cóndores, el campo I, en su camino hacia la cumbre. Casi 5.400 metros de altitud, mucho frío y todas las incomodidades de un campo de altura.


Tras una durísima ascensión de seis horas, el equipo llegó a una especie de explanada. Los porteadores habían dejado las tiendas a medio montar y hubo que completar la operación: acarrear piedras con las que asegurar las tiendas, poner piquetas, ordenar las bolsas de las comidas, distribuir los quemadores con los que cocinar… Y eso, a más de cinco mil metros, nevando, con viento y frío, no es sencillo.


Las tiendas se distribuyeron así: Beatriz Guzmán, la fotógrafo, Juan Vallejo y Juan Gandía, el médico; Chema Martínez, Martín Fiz, Fernando Escartín y Theresa Zabell; Juanito Oiarzabal, Emilio Amavisca y este periodista.


Los que peor llegábamos (Beatriz Guzmán, Amavisca y Palomar) sólo teníamos una obsesión: meternos en el saco. Juanito Oiarzabal pidió organización. Las mochilas, donde se apoya la cabeza para dormir, y dos bolsillos de la tienda para cada uno. Cuando las tiendas estuvieron aseguradas para que no se las llevase el viento, cada cual se fue a su carpa. Había que intentar dormir.


Juanito cogió la funda de la tienda y la lleno de nieve. Encendió el quemador y empezó a fundir. Amavisca, vestido, se metió en el saco con tos y treinta y ocho de fiebre. Oiarzabal forzó a sus compañeros a comer. Sacó frutos secos. Amavisca, más despejado, cortó salchichón pero no lo probó. A cambio, le curó los pies a Juanito mientras éste no dejaba de fundir nieve. Al poco, Emilio cayó en un duermevela en el saco, arropado además por su chaqueta de plumas. Sólo se incorporó para vomitar. “Echale un poco de tierra encima”, le dijo Juanito. El montañero y el periodista tomaron un Colacao con galletas. Se bebieron del mismo cazo unos sorbos y se metieron en el saco.


Dolor de cabeza

Eran las seis de la tarde. Fuera nevaba y la temperatura bajaba a nueve bajo cero. A las ocho, conectaron con Radio Marca. Juanito se ofreció a hacer una sopa. Nadie le contestó. Sólo se oía la conversación de la tienda de al lado, la de los deportistas que mejor habían subido. Eran los más frescos. A voces, de una tienda a otra, nos interesamos por el estado de Beatriz Guzmán: “¿Cómo está Bea?” “¡Bien, bien! ¡Está dormida!”, contestó Juan Vallejo. El doctor Gandía, con un dolor de cabeza insoportable, no podía articular palabra.


A partir de ahí, cuando se metió el sol, se inició una noche insoportable. Una noche de insomnio y dolor de cabeza, de toses constantes de Amavisca, de ronquidos de Juanito, de piedras que se te clavaban atravesando la colchoneta, de apoyar la cabeza de mala manera en la mochila, de cambiar de postura, de mirar el reloj constantemente. A las seis y treinta y ocho, el periodista, ante el dolor de cabeza tan intenso, decidió tomar una aspirina. La maniobra fue costosa: palparse los pantalones en busca de la pastilla, sacar los brazos del saco con un frío mortal, buscar en el desorden el bidón del agua, abrirlo a oscuras y no poder acompañar la aspirina con un trago porque el agua, hervida hace sólo unas horas, estaba congelada.


Fueron cayendo los minutos. A la siete y pico, alguien se levantó a orinar. Sobre las nueve, empezó el movimiento. Se despertó Juanito y, una vez más, se puso a cocinar para todos. Otra vez lo mismo: Colacao y galletas. “Hay que comer y luego estar otro par de horas en el saco, para seguir aclimatándose”. Después del desayuno, pasando revista por las tiendas, se confirmó lo que ya se sospechaba: no durmió nadie y todos tenían un dolor de cabeza insoportable. Alguno, que tenía idea de ganar algunos metros más, lo descartó por el mal estado físico que presentábamos todos. Así que se tendieron en los sacos hasta la once. Se recogió a toda prisa, se dejó algo de material para la siguiente subida y el grupo se lanzó hacia abajo.


Parece mentira. Lo que el día anterior fueron seis horas de agonía, se transformó esta vez en una hora y cinco de bajada. Eso da una idea de la pendiente de la montaña. Y más curioso todavía: llegados al campo base, a nadie le dolía la cabeza.


Las crónicas

Ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón (Madrid)

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